Ilustraciones de la leyenda escrita en el manuscrito: Genealogía y Descendencia de los de la Casa y Familia de Pinós. Dirigida a la Excelentísima Mujer Isabel Margarita de fijará y de Pinós, Duquesa de fijará y Condesa de Belxit, escrito por Bernat Galceran de Pinós en 1620, y conservado en el AMSMB.
El cronista Jeroni Pujades († 1635) dejó constancia en su Dietario de que el 16 de mayo de 1610 el ofertorio de la misa de consagración del nuevo obispo de Barcelona, Juan de Moncada, corrió a cargo de seis caballeros. En opinión de Pujades, la particular intervención de aquellos oferentes había sido muy bien acogida por la sociedad barcelonesa entonces, en parte porque hacía visible la unidad «en el espiritual» de «tres casas de los nueve varones que entraron en la conquista de Cathalunya: Montcadas, Erill y Pinosos »(Pujades, 1610 [2, 153]). Se refería, claro, a la historia de la llegada a tierras catalanas de Otger Cataló y sus nueve acompañantes para combatir los musulmanes en tiempos de Carlomagno. Según la tradición, el mismo Otger habría llegado el primero en compañía de los ancestros primigenios de los Montcada, los Pinós y Mataplana, mientras que el de Erill sería el último en pisar los futuros condados catalanes. Esto equivalía a afirmar que, debido a la antigüedad de sus familias, los oferentes pertenecientes a los tres linajes mencionados en la cita de Pujades se encontraban un escalón por encima de los Ivorra, Burgués-Sonido y Meca-Clasquerí, que también habían participado en el ofertorio.
En pleno siglo XXI -por usar una expresión tanto común como gastada- se puede pensar que probablemente no había necesidad de tanta creatividad. A fin de cuentas, no sólo la ascendencia de los Montcada, los Erill y los Pinós se podía remontar con casi toda seguridad a los siglos XI-XII, sino que, además, sus miembros formaban parte de la élite aristocrática que suele recibir la etiqueta de «titulada», es decir, poseedora de títulos nobiliarios. Así, aquel 1610 los Moncada, encabezados por Gastó, virrey de Aragón y hermano del antes mencionado obispo de Barcelona, descendían de una rama de la estirpe que en 1581 había pasado de ser señora de la baronía de Aitona (al Segrià) a serlo del marquesado homónimo. Pallaresos de origen, los Erill habían convertido condes en 1599, es decir, exactamente el mismo año que los Pinós habían obtenido los títulos de condes de Vallfogona (Girona) y de Guimerà (Segarra) que, como se verá más adelante, se sumarían a vescomtal de que ya disfrutaban en las tierras del Rosellón y del Conflent (Molas Ribalta, 2004: 55-60, 74-78 y 91-94). A juicio de Jerónimo Zurita († 1580), cronista oficial del reino de Aragón, esto era motivo más que suficiente para reprobar, en pleno siglo XVI, el exceso de creatividad en materia de orígenes de los apellidos teóricamente nacidos de la aventura de Cataló. Al fin y al cabo, se aceptaba que su «nobleza y Antigüedad grande (…) verdaderamente es la mas confirmada y Sabido que hay en toda España» (Zurita, 1562: I, 3). Ahora bien, la aparición de voces contrarias a los orígenes ficticios de las familias nobles entre autores que los historiadores de ahora consideran autorizados, como el mismo Zurita, no provocó el abandono de aquellas tradiciones; más bien al contrario, ya que fue de hecho en los siglos de la Edad Moderna cuando más creció el número de textos referentes al pasado de los linajes nobles y, con toda seguridad, una de las épocas en que más se disparó la creatividad de los responsables de su elaboración, fueran o no los mismos nobles.
En el fondo era una cuestión de elección que dependía de la mentalidad del individuo. Ahora bien, en el siglo XVII, como las centurias inmediatamente anteriores y posteriores, esta mentalidad individual solía estar fuertemente condicionada por la familia -sin duda la célula básica de organización social a todos los niveles-, la posición socioeconómica de esta y los intereses de los adultos con una autoridad política reconocida sobre sus parientes. Cuanto más arriba se encontrara una familia en la escala socioeconómica, cuanto más pretensiones y opciones de ascender a él tuvieran sus miembros, mayor sería entonces su necesidad de ganar legitimidad, lo que habitualmente implicaba dar forma al pasado o defender un pasado ya creado. En este punto, la antigüedad jugaba un papel clave. A los nobles les convenía pertenecer a un linaje «antiguo», porque en un marco social en el que la tradición y las viejas costumbres prevalecían sobre las novedades, la antigüedad era sin duda una señal de prestigio y una cierta seguro de preeminencia.
Naturalmente, si el propio linaje no disponía todavía de un pasado a la altura de sus necesidades y pretensiones, le habría procurarse una. Sin embargo, nada de esto significa que no hubiera existido nunca una memoria familiar previa; simplemente se habría tratado de una narrativa oral susceptible de ser puesta finalmente por escrito, todo modificándola o deformándola hasta hacerla encajar satisfactoriamente en un contexto tal vez diferente de aquel en que se habría gestado la memoria oral. En cualquier caso, tanto si se trataba de construir un pasado nuevo como si se había de rememorar y / o de adaptar uno de viejo, de lo que se trataba era de generar un escrito, una narración sólida que permitiera a los integrantes del linaje reivindicarse al nivel deseado. Por lo tanto, dependiendo del esfuerzo de adaptación que el redactor tuviera que llevar a cabo para adecuar la memoria del linaje al que requería cada contexto, el contenido de la narración podía pasar por largos procesos de elaboración y de reelaboración (Jular Pérez-Alfaro, 2014: 201-209).
El caso es que en 1620 uno de esos «Pinosos» que había sido oferente a la misa de consagración del obispo Juan de Montcada entendió, de repente, que había una necesidad seria de construir una narración de aquellas características. Se trataba de Bernat Galceran (IV) de Pinós y Santcliment. Su prima hermana Francisca, hija de su tío paterno Pere Galceran (IV) de Pinós († v.1591) y de la esposa de aquél, la aragonesa Petronila de Zurita y Peramola, había transferido los títulos y la herencia de su difunto esposo Juan Francisco Fernández de Híjar, duque de Híjar (Teruel) y conde de Belchite (Zaragoza) († 1614), a su hija mayor, María Estefanía, pero esta había muerto justo ese 1.620 sin dejar descendencia, y la herencia paterna había acabado en manos de la hermana de la difunta, Isabel Margarita Fernández de Híjar y Pinós. En vista de su rango y de sus apellidos, la nueva duquesa de Híjar, que todavía no era casada, pasaba a ser desde entonces -al menos nominalmente y, en todo caso, con permiso de su progenitora- la máxima autoridad política de su parentela. O, tal como lo veía Bernat Galceran, «todo lo que · y ha en la casa de Pinós regón (como es justo) a Vuestra Excelencia para señora» (AMSMB, Pinós, ms. 3.5.15, f. Iv) . A Bernat Galceran le debió parecer que había encontrado en la joven Isabel Margarita la persona idónea para ser educada en las hazañas y los asuntos de los antepasados y, al mismo tiempo, reivindicar el apellido de los Pinós y su prestigio con la esperanza quizá de influir hay suficiente para obtener apoyos en determinadas causas. Esto podría explicar, pues, la decisión de Bernat Galceran (IV) de Pinós de redactar una genealogía dedicada a su pariente Isabel Margarita, duquesa de Híjar, que tomaría por título el de Genealogía y Descendencia de la Casa y Familia de Pinós.